Vol. 27. Núm. 6.
Páginas 261-262 (Junio 2020)

Editorial
Cuando ya no puedes más... Lecciones aprendidas

Enrique Gavilán Moral
Doi : https://10.1016/j.fmc.2020.01.003

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En septiembre de 2019 publiqué un libro de título muy elocuente: Cuando ya no puedes más. Viaje interior de un médico (Anaconda Editions). En él, narro en primera persona mis tribulaciones como médico de pueblo: cómo decidí ser médico, mis encuentros y desencuentros con la especialidad de medicina familiar y comunitaria, cómo la vocación fue echando raíces en mí y de qué manera esta entró en crisis al darme de bruces contra una realidad desquiciante y alienante, cómo me quemé y enfermé y cómo pude, finalmente, recomponerme y reencontrarme con la profesión.

Narrar este periplo me ayudó a ordenar toda la secuencia de mi vida profesional. Al acabarlo sentí que todo cobraba de nuevo sentido. Noté un gran alivio, como si me hubiera quitado de la espalda un saco repleto de trastos inservibles. Me costó recuperar la confianza en mí, pero poco a poco volví a disfrutar de ser médico de familia. Cuatro años después, decidí publicarlo. Como manera de cerrar definitivamente la herida, pero también porque era el momento de salir del armario: los médicos que nos hemos visto atrapados en nuestra vocación conformamos ya un ejército demasiado nutrido. Demasiado tiempo silenciados y avergonzados. Es hora de hablar sin trabas de lo que implica sentir el desengaño de ver cómo la especialidad que amas ha intentado aniquilarte como persona. De compartir el daño. De soltar el látigo. Y de sacudirnos el miedo.

A pesar de ser una historia personal, al describir el contexto social en el que se desarrolla, termina siendo el retrato, o al menos una visión particular más o menos apegada a la realidad, de una época marcada por la profunda crisis económica de 2008-2014 y los cambios sociales que impuso a un sector importante de nuestra sociedad. A pesar de ser una historia personal, detalla numerosas circunstancias que han ido de la mano de la acentuación del declive de la atención primaria española y la desesperanza que impregna a todo el colectivo de profesionales que ejercemos en este nivel asistencial. A pesar de ser una historia personal, muchos compañeros han revivido partes de su propio día a día en los pasajes del periplo profesional que describo, cuando no han sentido alguna vez en sus propias carnes algunas de las reacciones emocionales que analizo. Algunos me han confesado, con un guiño, ¡por fin a alguien se le ha ocurrido sacar el tema del que muchos hablan, pero todos callan! Se percibe alivio. Hay ganas de hablar y de sanar.

Las condiciones de trabajo que tuve que soportar, y que me abocaron a un intenso dolor, no fueron peores que las de muchos otros compañeros. De hecho, por fortuna ni siquiera llegué a padecer una situación desesperada ni he sufrido secuelas irreparables. Por tanto, no ilustra un estado excepcional. El acierto del libro es, quizá, todo lo contrario: plasmar la historia de un médico de familia cualquiera ante una situación común y corriente como la que muchos otros están pasando. Como la que tú mismo puedes estar pasando justo ahora.

Pero más allá de los matices y recovecos de cada relato particular, cabe preguntarse qué se puede aprender de una historia como la mía. Es difícil responder por los demás: cada cual obtendrá sus propias conclusiones al acabar el libro y no me siento con ninguna autoridad para dar recetas de superación personal o aconsejar a nadie cómo enderezar su vida, ni se me ocurre nada concreto que pueda salvar la atención primaria. Pero sí que me atrevo a compartir lo que he sacado en claro en todo este tiempo. Mis propias lecciones personales aprendidas.

A todos nos gustaría que el sistema sanitario funcionara mejor, fundamentado en una atención primaria más fuerte y capaz de resolver sus dificultades y contradicciones, emplear más recursos y disfrutar de mayor consideración social, pero la mayoría de estos objetivos están fuera de nuestro alcance. Salvo algunos pocos que se adentran en el proceloso mundo de la gestión o la política, a los médicos de a pie no nos corresponde decidir qué rumbo debe tomar la sanidad. Además, hay que interpretar estos deseos en el contexto histórico en el que nos manejamos: quizá haya que replantearse muchas de estas aspiraciones para que tengan menos probabilidades de fracasar una y otra vez. No digo que haya que conformarse con lo que tenemos, sino que quizá hay que canalizar la protesta hacia otros ámbitos y de otras formas para que no nos devore las fuerzas ni nos mine la moral en el día a día si no conseguimos nuestros objetivos. No digo que no haya que luchar, sino que debemos elegir aquellas batallas en las que dar la vida si es preciso. Pero nadar siempre contracorriente es exhausto.

En cambio, sí que está a nuestra mano contribuir a cambiar nuestro entorno más cercano, a veces tan impersonal e insano: tratar de dar lo mejor de nosotros mismos en nuestro trabajo, tanto de cara a nuestros pacientes como con nuestros compañeros, crear un ambiente y un medio laboral menos áspero y más afable, poner el foco en las emociones y en las relaciones interpersonales, cuidando a los demás y dejándonos cuidar. Menos fuego y más juego. Quizá así consigamos, al menos, llegar a casa con la sensación de estar en paz con nosotros mismos y mantener viva la motivación para desear volver a la consulta al día siguiente y disfrutar con ello.

Los profesionales de la salud no estamos acostumbrados a sentirnos vulnerables. Nos han programado para asistir al sufrimiento de los demás, pero no para afrontar el nuestro. Nos cuesta hablar de nuestras debilidades, ilusiones y fracasos. Necesitamos espacios donde ser más compasivos y comprensivos los unos con los otros. Momentos en los que nos podamos descargar la presión de la consulta y no nos sintamos juzgados si claudicamos. No todo es aprender, crecer y rendir cuentas.

Debemos resituar nuestras metas. A veces, nos obcecamos en perseguir horizontes profesionales inalcanzables. Nos regimos por estándares demasiado exigentes que nos cargan con responsabilidades casi sobrehumanas. Entre todos, hemos creado un discurso demasiado romanticón e idealizado de la medicina de familia que o nos queda muy grande o es de otras épocas. Toca construir otro relato con el que elaborar una relación más humana y falible con nuestra especialidad, y para ello necesitamos otros mentores profesionales más actualizados y realistas. Estamos huérfanos de maestros que nos guíen, pero que también nos sepan frenar y cuidar. Hay muchas antiheroínas sin Twitter de quienes podemos tomar ejemplo, a veces en los rincones donde menos te lo esperas. Quizá las tengas en la consulta o en el pueblo de al lado.

Una de las señales más inequívocas de que la quemazón profesional se ha convertido en algo serio es sentir que la consulta te asfixia. Nos cuesta alejarnos de nuestra zona de confort, salirnos de las cuatro paredes del despacho. Aunque nos consume tiempo, hacer domicilios, visitar a los referentes locales, ir al bar de la esquina a tomarnos un café con la enfermera, no debería ser un castigo, un lujo o un premio, sino parte de nuestro día a día, pero no solo porque nos acerca a la realidad de la comunidad, sino también por nosotros, porque es un buen momento para respirar un aire libre de virus, disfrutar de las ocurrentes formas de las nubes, detenernos en el gentío que se mueve de un lado para otro. Parece una obviedad, pero nos conecta con la vida exterior. Nos vuelve más solidarios y menos solitarios.

La experiencia de sentirse enfermo provoca un cambio en el sentido del tiempo. Impone normas y ceremonias. Desde su posición de dominancia, la enfermedad te obliga a desentenderte de horarios y de calendarios, y cuando lo logra, sientes que se han roto definitivamente las cadenas invisibles que te aprisionaban al reloj. Entiendes que hasta lo más básico (orinar, comer, vestirse, hacerse entender) puede requerir su instante y su esfuerzo, y que es humano saber esperar. Aprender a desarrollar la paciencia es todo un reto, sobre todo en un entorno como el nuestro donde reinan el ajetreo y el ya. Cuando te toca ejercer de paciente, entiendes que el significado del tiempo que tenemos siendo médicos no es el mismo que el del resto de la humanidad. Y de repente, muchas cosas recobran un sentido hasta entonces desconocido.

Por último, dejemos de ser tan presuntuosos: escuchar a los pacientes no solo es bueno para ellos, también lo es para nosotros. Cada uno de ellos tiene una historia detrás que encierra un tesoro. Tenemos mucho que aprender de nuestros pacientes. A veces, incluso, nos pueden dar lecciones de vida. Un ejemplo. En mi caso, en mitad de la tempestad, cuando peor lo estaba pasando, en un día de esos de no parar, agobiado y desquiciado, metido en “la cadena interminable de escuchar-ver-tocar-escribir-recetar”, un paciente de mi consulta se apiadó de mí, me miró con calidez y comenzó a hablarme despacito con un tono que me dejó arrobado. Un oasis de calma en mitad del desierto de prisas y retrasos. Me contó una parte de su vida que yo sabía a medias, de estrés laboral, que le dejó marcado para siempre. Y acabó con una recomendación: “No deje que a usted le pase lo mismo”. Aquello fue el empujón definitivo para que me dejara de hacer el fuerte y pidiera (y aceptara) ayuda. Fue un momento mágico en medio del caos. Nunca olvidaré a esa persona ni lo que hizo por mí.

Son muchas las lecciones que aprendí cuando ya no podía más. Pero si tuviera que resumir todo en una frase, acabaría diciendo que he asimilado que quiero ser persona antes que médico, cada minuto de lo que me resta de vida.

Gavilán Moral E. Cuando ya no puedes más... Lecciones aprendidas

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